sábado, 17 de marzo de 2007

Cuando navegas y hay mala mar

De sus veranos navegando había aprendido mucho. Esas jornadas de agua y de sal le habían proporcionado un tesoro de conocimientos y experiencias. Pero algo resaltaba dentro de ese bagaje de nueva sabiduría: Si la mar se pone brava, si arrecia el temporal y vas en la dirección equivocada, arría las velas. O al menos sitúalas de otra manera. O cambia de rumbo. O haz algo. Porque la alternativa es una singladura a trompicones, escorada hasta el límite. Incómoda desde luego. Pero incluso peligrosa.

Había aprendido a hacer rápidos sus movimientos sobre la cubierta. La mala mar había activado su resorte de supervivencia y aprendió a enrollar la génova o a plegar la vela mayor a una velocidad de vértigo. Sabía cómo actuar en cada momento, según veía el viento evolucionar, las aguas vibrar o el camino a realizar.

Ahora en su vida el temporal arrecia. El condenado viento sopla huracanado, y, lo que es peor: lo hace de forma errática. Tampoco sabe a ciencia cierta si la singladura es la correcta y si el rumbo elegido es el más apropiado para cubrir ese trayecto. Lo único que ve claro es que el velero navega escoradísimo, al límite. Su maestro y mago-patrón (o patrón-mago, ya que nadie sabe cuál es su verdadera vocación) le había aclarado sin embargo que no se preocupara. "Estos barcos no los hunde ni un huracán. Sigue tu rumbo".

La elección de la singladura no tiene marcha atrás. No depende de él y lo sabe. Sólo hay un objetivo en su vida y tiene que alcanzarlo. O, al menos, intentarlo. Pero ahora ve que unos cuantos de los grados a estribor que marcan su rumbo los fijan el odio y la impotencia que se han apoderado de su espíritu y de su voluntad. Que se han acomodado, sin que nadie les haya invitado, en la cara oculta de su corazón.

"Hay que extirparlos". "Hay que matizar el rumbo". Resuelto y de esta forma y manera se lo ha expresado a los que le rodean. Y da un golpe de mano al timón hasta que la brújula marca de forma contundente y clara unos números diferentes.

Es de noche, se tumba en la cama y levanta el edredón hasta que cubre su cara. Es su reacción natural desde hace tiempo cuando se acuesta: consigue una sensación pasajera de aislamiento. De que aquello que ocurre a su alrededor no va con él. Pero sí va. Y los nuevos habitantes de su corazón comienzan su tarea de todas las noches: comienzan a inundar su cabeza de imágenes, de palabras, de vídeos en súper 8. Entonces lleva con fuerza sus piernas hacia su pecho. Se acurruca sobre el colchón, da el volantazo y hoy, por ejemplo, comienza a desplegar sobre su retina las fotos de aquel verano de 1986 en Escocia.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No hay mal que cien años dure..., y el odio también tiene su parte positiva: nos ayuda a hacernos fuertes. Además, un día no estará y parecerá extraño que hubiese estado algún día.