miércoles, 28 de marzo de 2007

Ocurrió en la presentación de un libro

Las páginas de la recientísima edición española de un libro de gestión empresarial escrito por un socio mío de la ciudad de Chicago son reveladoras de una tesis cuanto menos interesante. Su título, loable conato de esfuerzo comercial: "Treasure Hunt" ("A la caza del tesoro" en su versión española)

Sostiene el autor que el patrón de consumo del futuro se está polarizando (y sofisticando): los compradores de hoy deciden que hay unas categorías que les importan menos y otras que son más relevantes para ellos, que les aportan más valor (en todas sus vertientes: funcional, psicológica, social, etc). Cuando adquieren productos relacionados con el primer tipo de categorías, tratan de reducir su gasto, buscar la ganga, encontrar el producto chollo, con atributos mínimos que satisfagan la necesidad funcional básica que deben cubrir. A la hora de buscar productos pertenecientes a la segunda categoría, los nuevos consumidores se desmelenan y dedican los ahorros que provienen de "ganguear" a la adquisición de productos de elevada calidad, de diseño a la última o de la marca que esté más de moda.
Al primero de los fenómenos, el autor lo llama "trade-down" (reducir las expectativas y el nivel de los bienes o servicios adquiridos). Al segundo se le denomina "trade-up", el nuevo lujo. El lujo al que están accediendo capas sociales de consumidores que hace años ningún fabricante de este tipo de productos se hubiera molestado siquiera en analizar.
Esta tendencia influye a sobremanera en la estrategia que deben seguir (o ya están siguiendo) muchas empresas: deben adaptar su catálogo de productos hacia la gama alta y hacia la gama baja. Quedarse en medio puede suponer el fin.

En un momento dado, el autor de las páginas a las que me estoy refiriendo pasó por Madrid a revelarnos los secretos y las historias que esconden sus ideas.

Y fue entonces cuando le vi: alguien escuchaba especialmente atento a las explicaciones del autor. A cómo iba desgranando sus argumentos, a cómo iba desplegando los análisis que justificaban sus tesis. Sus ojos estaban anormalmente abiertos. Su mirada fija y su boca entreabierta delataban que se hallaba en un trance casi de concentración infinita. En su cerebro se amontonaban las imágenes de decenas de situaciones en las que se había rebajado como persona, en la que se había humillado realizando un ejercicio de "trade-down" salvaje de sus sentimientos. Había puesto en venta su cuerpo y su alma al mejor postor y les había fijado un precio de partida irrisorio incluso en comparación con las más agresivas empresas low cost de transporte aéreo. La soledad le asustaba. El no ser valorado y reconocido le aterraba. Y la reacción tuvo un impacto demoledor en su autoestima y en su cotización, que ahora se hallaba por los suelos. Lo peor de todo es que ahora se daba cuenta de que en el mercado en el que se comerciaba con su persona, su "trade down" personal sólo servía para que aquellos que estaban interesados en su producto ahorraran fuerzas para poder desplegar su verdadera capacidad ante el lado opuesto de la gama: los que se vendían como objetos de lujo. Y entonces se sintió saldo. Se sintió un mero trámite humano para que el engranaje del comercio de los sentimientos funcionase correctamente. A expensas suyas.

Ese día su vida cambio: ya sabía cuál era su lugar en el cosmos de su mercado.

lunes, 19 de marzo de 2007

Madrid


Hay un Madrid de grandes avenidas, de fachadas iluminadas, de imponentes edificios que juegan a ser imperiales. Hay un Madrid de pisos de trescientos metros cuadrados donde las cenas de amigos las sirve un camarero de guante blanco.

Hay un Madrid de gente que vive en bajos oscuros de habitaciones realquiladas o en palomares acondicionados al uso de otro tipo de animales. Un Madrid de fachadas descarnadas de puro hormigón.

Hay un Madrid de calles en cuesta, que salvan con escalones empedrados sin fin. Un Madrid antiguo lleno de sorpresas, rincones y tesoros por descubrir. Un Madrid con muchas historias que contar porque muchas de ellas nunca han llegado a contarse.

Hay un Madrid donde no importa de qué pie cojeas, porque da igual. Un Madrid abierto y tolerante donde qué más da lo que hagas o puedas hacer mientras no molestes a los demás.

Hay en Madrid un secreto, un pequeño jardín colgante, en una esquinita de La Latina, de suelo enlosado de ladrillo viejo, que pocos conocen. Un jardín que siempre estará en mi memoria.

Hay un Madrid de cines en versión original, de escenarios, luces y bambalinas, de rincones que recuerdan a tantas otras escenas que vimos en la pantalla. Hay un Madrid de actores y actrices que cada día interpretan su función y luchan por llegar a fin de mes, o por realizar sus sueños, o por conseguir grabar un disco.

Hay un Madrid con versos incrustados sobre el pavimento de las calles. Un Madrid para pasear y para leer, donde las horas y los fines de semana se cuelan entre los dedos como si fueran arena fina de playa.

Hay un Madrid de imponentes iglesias y de cúpulas inalcanzables. Un Madrid con viaducto al que un amigo mío evitó muchas visitas de suicidas, de gente que había perdido la esperanza y probablemente no encontró consuelo bajo techo sagrado. Pero también hay un Madrid de gente que tiene fe y obra en consecuencia aunque siguiendo diferentes vericuetos.

Hay un Madrid del poder, de torres de cristal, de oficinas de diseño, de alturas de vértigo que impresionan e imponen a quienes las visitan.

Ahora ya conozco todos esos madrides.

Pero no hay Madrid si es sin ti.


sábado, 17 de marzo de 2007

Cuando navegas y hay mala mar

De sus veranos navegando había aprendido mucho. Esas jornadas de agua y de sal le habían proporcionado un tesoro de conocimientos y experiencias. Pero algo resaltaba dentro de ese bagaje de nueva sabiduría: Si la mar se pone brava, si arrecia el temporal y vas en la dirección equivocada, arría las velas. O al menos sitúalas de otra manera. O cambia de rumbo. O haz algo. Porque la alternativa es una singladura a trompicones, escorada hasta el límite. Incómoda desde luego. Pero incluso peligrosa.

Había aprendido a hacer rápidos sus movimientos sobre la cubierta. La mala mar había activado su resorte de supervivencia y aprendió a enrollar la génova o a plegar la vela mayor a una velocidad de vértigo. Sabía cómo actuar en cada momento, según veía el viento evolucionar, las aguas vibrar o el camino a realizar.

Ahora en su vida el temporal arrecia. El condenado viento sopla huracanado, y, lo que es peor: lo hace de forma errática. Tampoco sabe a ciencia cierta si la singladura es la correcta y si el rumbo elegido es el más apropiado para cubrir ese trayecto. Lo único que ve claro es que el velero navega escoradísimo, al límite. Su maestro y mago-patrón (o patrón-mago, ya que nadie sabe cuál es su verdadera vocación) le había aclarado sin embargo que no se preocupara. "Estos barcos no los hunde ni un huracán. Sigue tu rumbo".

La elección de la singladura no tiene marcha atrás. No depende de él y lo sabe. Sólo hay un objetivo en su vida y tiene que alcanzarlo. O, al menos, intentarlo. Pero ahora ve que unos cuantos de los grados a estribor que marcan su rumbo los fijan el odio y la impotencia que se han apoderado de su espíritu y de su voluntad. Que se han acomodado, sin que nadie les haya invitado, en la cara oculta de su corazón.

"Hay que extirparlos". "Hay que matizar el rumbo". Resuelto y de esta forma y manera se lo ha expresado a los que le rodean. Y da un golpe de mano al timón hasta que la brújula marca de forma contundente y clara unos números diferentes.

Es de noche, se tumba en la cama y levanta el edredón hasta que cubre su cara. Es su reacción natural desde hace tiempo cuando se acuesta: consigue una sensación pasajera de aislamiento. De que aquello que ocurre a su alrededor no va con él. Pero sí va. Y los nuevos habitantes de su corazón comienzan su tarea de todas las noches: comienzan a inundar su cabeza de imágenes, de palabras, de vídeos en súper 8. Entonces lleva con fuerza sus piernas hacia su pecho. Se acurruca sobre el colchón, da el volantazo y hoy, por ejemplo, comienza a desplegar sobre su retina las fotos de aquel verano de 1986 en Escocia.

jueves, 8 de marzo de 2007

La escultora con nombre de dulce

Sus íntimos y más allegados, aquellos que forman la primera capa de la cebolla que recubre este gran corazón, utilizan el nombre de un blanco y dulce elemento para referirse a ella.

Sufre hiperactividad contagiada (de la primera capa de cebolla) y a su vez ella la inocula a su alrededor. De igual forma, ella contagia su risa a los demás y les inocula su buen humor a menudo transformada en una "Misis planes". Esculpe sonrisas con la fuerza de sus palabras en las caras de los que están cerca suyo y piensan que más bajo no se puede ir. Por eso, a veces sucede. Pasa y piensas que no puede ser. Pero ocurre: una situación dramática salta por los aires y se volatiliza, un muro de tristeza se derrumba bombardeado por decibelios de carcajadas. Es inaudito. Hay que verlo para creerlo.

Terca como una mula, se mete demasiadas veces, y demasiado a fondo hay que decir, donde no la llaman. En esas situaciones cae, porque tiene que caer. Porque su corazón es más grande que su cabezota. Las lágrimas también saben pasearse de vez en cuando por sus mejillas.

Perfeccionista al límite. En el abismo de lo racional. Muy lista, la muy cabrona. Pero la chica escultora de sonrisas sigue erre que erre y llega y transforma tu día.

Tenemos suerte los que podemos cobijarnos cuando lo necesitamos a la sombra de la escultora con nombre de dulce.

martes, 6 de marzo de 2007

Lo que hay, es lo que ves

no tengo mucho más que ofrecer
creo que lo que hay es lo que ves
a veces pongo un poco de ilusión
y se enciende una bombilla...

"Lo que hay, es lo que ves". Por la vía de la palabra escrita o con sonidos lanzados al aire, incluso con gestos elocuentes había tratado de hacérselo ver. Sin trampa ni cartón. Todo transparente como agua clarita. No quería llevarle a un oasis que en realidad es una ilusión óptica. Una mentira.

Sin embargo, en su ansia por superar las barreras al filo de lo imposible, de forzar su capacidad al límite, casi se rompe y su alma se hace añicos. Lo ha intentado muchas veces. Planes, paseos, viajes. Nuevos atardeceres. Diferentes amaneceres. Rincones de Madrid que sin ti no significan nada. Simplemente no cuentan. Desaparecen.

Pero su cuerpo, su empequeñecida figura, parecía no dar más de sí. Una gota de agua caía del cielo, pero el efecto en él era el de una riada incontrolable que lo arrasaba todo a su camino. "No aguanto una centésima parte de presión adicional. Simplemente no puedo. ¿O no quiero?"

Luego leyó aquella frase: "¡Mereces tanto la pena, coño!". Seguro que si pones un poco de ilusión, alguna bombilla se encenderá, dice la canción. ¿Aguantará mientras dure este maldito y oscuro túnel?. Mira que yo he pasado túneles de 25 kilómetros en Noruega que son la hostia!

N del A: las palabras que abren este post provienen de una canción de Álvaro Fraile. Tuve la enorme suerte y placer de conocerle y poder asistir a la presentación de su primer disco en la sala Galileo Galilei de Madrid. Tiene un enorme talento. Mucha suerte, Álvaro. www.alvarofraile.com