domingo, 22 de abril de 2007

La teoría de la relatividad

La teoría de la relatividad (no la de Einstein, sino otra) es útil para sobrevivir. Un post de Óscar me ha hecho reflexionar sobre esta cuestión fundamental. Él ha observado a un asiático en el metro estudiando el código de circulación y le ha hecho pensar: "Bueno, en realidad, no tengo tanto de qué quejarme, no estoy tan mal" y "Si él puede con el código, yo puedo con el lenguaje de programación".

Una frase hecha nos recuerda que las comparaciones son odiosas. Pero se trata simplemente de eso, de una frase hecha, de una afirmación hipócrita. La realidad y muchas de las decisiones que tomamos en el día a día se basan en alinear nuestras observaciones y evaluar las diferencias. Tener puntos de referencia es algo central en nuestras vidas. Las referencias nos hacen comparar. Y la comparación, a menudo, se convierte en un flotador que nos salva cuando el agua nos llega a la nariz. Al final todo (o casi todo) es relativo.

En el mundo de la empresa, a la comparación a veces se le llama benchmarking. Se compara el resultado de diferentes vendedores, organizaciones, regiones, ejecutivos, filiales. De la comparación surge la competencia. Y la competencia genera eficiencia. Esa competencia sobre la que se sostiene el único sistema económico que, aunque imperfecto, ha demostrado funcionar sin llevar los mercados y la riqueza de las sociedades al colapso. La comparación es una herramienta que permite observar donde hay margen para la mejora.

No estoy negando que haya, y sean necesarios, puntos de partida con valores absolutos. Simplemente reivindico el paso posterior, inmediato a su existencia: la labor de usar la balanza para determinar nuestros comportamientos y ayudar a encaminar nuestras decisiones hacia el lugar correcto (o hacia el menos equivocado).

martes, 17 de abril de 2007

Una oportunidad

Alondra tiene nombre de telenovela. Tiene doce años, es gitana y sorda. Sólo acude al colegio un 20% de los días. Todavía no sabe leer ni escribir. Pero hay alguien que, a contracorriente y cuando se tercia porque a Alondra le da por aterrizar en el colegio, la saca de clase para meterle en la cocorota esas malditas vocales que no acaba de identificar. "Qué pesao. Otra ve las letras".

Christian sufre un retraso mental leve pero sus padres no lo quieren ver. A sus diez años, como consecuencia de su microcefalia, no es capaz de asociar las cosas a sus nombres. Ve las imágenes. Conoce las palabras. Pero no es capaz de relacionar unas con otras. Hoy ha costado un buen rato que llamase uvas al dibujo del racimo que alguien le enseñó. Pero, como se ha portado bien, "repasarán" los animales. Christian da un salto de alegría y aplaude con fuerza. La primera de las imágenes es un bicho con plumas de mirada fija y penetrante. "¡Buho!". Los animales se los sabe todos. Hoy la sonrisa no se la quita nadie hasta el final de la clase.

Puede ser que en casa de Alondra nunca vaya a haber nadie que la obligue a ir al colegio y, por eso, es probable que jamás vuele sola. Quizá la ceguera de los padres de Christian se alíe con la microcefalia que sufre y haga imposible que algún día se valga por sí mismo.

Pero hay alguien que cada mañana se va al extrarradio de Madrid y se desgañita para que estos niños puedan tener una oportunidad.

Lo que hay que hacer si vas a Moher

Moher es el nombre que recibe un paraje al oeste de Irlanda famoso en el país porque justo en ese lugar 4 inmensas paredes de piedra se desploman sobre el océano Atlántico.

Hace unos años a alguien se le ocurrió una genial idea. Políticos locales y capitalinos y arquitectos de pro decidieron, con el apoyo de los siempre utilísimos fondos de la Unión Europea, construir sobre los prados que coronan los acantilados un macro centro de acogida para turistas. Una especie de mini parque temático dedicado al acantilado. Y urbanizaron la zona construyendo un amplio camino de piedra para pasear a más de 5 metros del precipicio. Se llevaron consigo la magia del lugar.

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Es ya tarde. Va quedando poca gente. En cierto lugar descubrimos una enorme plataforma de piedra, prácticamente plana por la erosión, que se asoma valientemente sobre los más de doscientos metros que la separan del agua. Saltamos el muro de piedra que separa el camino empedrado del abismo y alcanzamos el borde de la plataforma. Nos sentamos descolgando las piernas en el vacío y contemplamos la pequeña bola amarilla que en ese momento se encamina hacia su chapuzón diario. Y tenemos lo que veníamos a buscar: la luz del atardecer recortando los acantilados ante nuestra mirada. La sensación del viento sobre nuestras caras. El sonido del agua golpeando salvajemente la roca. Y por fin, vivimos el vértigo de la altura, la experiencia mágica de Moher.

A veces, lo que hay que hacer es pasarse las normas por el forro. En Moher hay que saltar la valla.