La teoría de la relatividad (no la de Einstein, sino otra) es útil para sobrevivir. Un post de Óscar me ha hecho reflexionar sobre esta cuestión fundamental. Él ha observado a un asiático en el metro estudiando el código de circulación y le ha hecho pensar: "Bueno, en realidad, no tengo tanto de qué quejarme, no estoy tan mal" y "Si él puede con el código, yo puedo con el lenguaje de programación".
Una frase hecha nos recuerda que las comparaciones son odiosas. Pero se trata simplemente de eso, de una frase hecha, de una afirmación hipócrita. La realidad y muchas de las decisiones que tomamos en el día a día se basan en alinear nuestras observaciones y evaluar las diferencias. Tener puntos de referencia es algo central en nuestras vidas. Las referencias nos hacen comparar. Y la comparación, a menudo, se convierte en un flotador que nos salva cuando el agua nos llega a la nariz. Al final todo (o casi todo) es relativo.
En el mundo de la empresa, a la comparación a veces se le llama benchmarking. Se compara el resultado de diferentes vendedores, organizaciones, regiones, ejecutivos, filiales. De la comparación surge la competencia. Y la competencia genera eficiencia. Esa competencia sobre la que se sostiene el único sistema económico que, aunque imperfecto, ha demostrado funcionar sin llevar los mercados y la riqueza de las sociedades al colapso. La comparación es una herramienta que permite observar donde hay margen para la mejora.
No estoy negando que haya, y sean necesarios, puntos de partida con valores absolutos. Simplemente reivindico el paso posterior, inmediato a su existencia: la labor de usar la balanza para determinar nuestros comportamientos y ayudar a encaminar nuestras decisiones hacia el lugar correcto (o hacia el menos equivocado).